Masacres del mercado
Editorial de “Il Manifiesto"
El último ha sido un pequeño empresario de 45 años en Altivoli, provincia de Treviso: se ha ahorcado hace dos días en una cabaña contigua a su habitación
El primero, del año 2012, fue un jubilado de Bari: el 2 de enero, se tiró desde su balcón después de haber recibido un requerimiento del Inpsi [la Seguridad Social, nota de la traducción] que le apremiaba a restituir cierta suma de dinero. Entre ellos: el obrero de 27 años de Verona, inmolado por el fuego. El enmarcador romano de 57 años, ahorcado, también. El electricista de 47 años de San Remos, un tiro…
A esta letanía podríamos añadir la disponibilidad a la carnicería social del gobierno que, ayer, suprimió primero la exención de los tiquets para las personas en paro, y, seguidamente, muchas horas más tarde, los restableció «técnicamente». Es el coste humano pagado cotidianamente a la crisis económica. A esto se le ha llamado «masacres de Estado». Y es exacto, porque las políticas económicas, los reglamentos, los incumplimientos de los poderes públicos no son inocentes. Pero se debería añadir, seguidamente: «masacres del mercado».
Si leemos atentamente las cualificaciones profesionales en esta lista de necrológicas que se alarga cada día un poco más, veremos que son obreros, personas en paro, pequeños empresarios, jubilados: figuras variopintas de este mercado del trabajo cuya estructura se está reestructurando por el gobierno. Nos explican que estas muertes trágicas son inseparables de la vida de las personas. Qué peligroso (y criminal) es el acto mental y práctico que reduce el trabajo a la pura dimensión de mercancía: eso que se cambia según las leyes objetivas de la oferta y la demanda.
Cuando Luciano Gallino no cesa de prevenirnos que «el trabajo humano no es una mercancía», no se queda en una afirmación, sacro-santa y necesaria, de carácter cultural y teórica, a discutir amablemente en los seminarios universitarios (no importa donde excepto en la Universidad Comercial de Bocconi). Explica igualmente qué operación extrema (y feroz) se produce en los cuerpos de las personas cuando se pretende romper esta unidad bioeconómica. Reducir la vida al trabajo, a un factor económico puro, sometido a las «leyes de acero» del mercado, sin más diafragmas, paraguas protectores, barreras que se levanten contra el omnipresente e invasivo proceso de mercantilización de la existencia.
Lo cómico del gobierno es que las ignora, estas muertes, prefiere esconder la cabeza del país en las arenas movedizas de sus excesos, pero en 2010 la «masacre del mercado» se remonta a 362 suicidios entre las personas en paro, 192 entre los trabajadores independientes, 144 en los pequeños empresarios (los grandes huyen al extranjero, no se sacrifican).
Casi dos muertos por día. El profesor Monti registra la realidad, aunque sea con un eufemismo que no reduce el drama: «vidas que se acaba en el desespero». Habla de un «precio muy elevado», y recuerda que en Grecia este balance está por encima de los 1.725 casos. Lo que es cierto, como también es cierto que en caso de que la situación empeore la masacre aumentaría ampliamente aquí también, y sería literalmente una matanza de Estado.
Lo que no dice el jefe de gobierno de los técnicos, es que ese rezumar de muertes italianas, esta cascada de suicidios griegos, son el producto, los dos, de la misma cultura económica y social que él defiende. Que son el fruto de una visión del mundo y de una teoría económica que han «quebrado» y que se han constituido en dogma casi absoluto e incluso, desde esta semana, en principio constitucional con la inserción en la Constitución de la obligación del equilibrio del presupuesto. Un nuevo nomos de la Tierra.
Es en nombre de esta inédita soberanía impersonal y cruel -desprovista de futuro y sin embargo exigente en el presente- que los «comisarios» de los países periféricos están obligados a recorrer el mundo exhibiendo el escalpelo de sus «mundos del trabajo» respectivos, de sus antiguos titulares de derechos, en la vaga esperanza de atraer la mirada benévola de algún segmento del mercado, en una carrera sin fin hacia el abismo.
Basándonos en estos dogmas, no tenemos salida alguna. El túnel no se acaba nunca. Ni existe -y es cada vez más evidente- ninguna posibilidad de recuperación. Si queremos poner freno a las «masacres del mercado», debemos limitar el poder de los mercados de apropiarse de la vida. Tenemos que trabajar para imponer un cambio cultural, social y, en fin, político radical, no solo aquí, en nuestra frágil periferia, sino en el corazón mismo de Europa, en donde el ídolo es más fuerte.
Tarea penosa, camino larguísimo. Lo mejor es empezar a caminar.
Marco Revelli. 29 de abril de 2012
Editorial de Il Manifiesto. [Traducción del francés por Boltxe kolektiboa]
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